LA NUEVA NORMALIDAD: GOBERNAR SIN EL CONGRESO
- Redacción
- 1 may
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JAIRO RAMOS ACEVEDO
Abogado - escritor vallecaucano

Llegando ya al final de este vertiginoso mes de abril que ha sometido el mundo a los vaivenes de las decisiones vía decretos presidenciales del presidente Trump –libre de cualquier tipo de control institucional, político, económico y hasta personal, lo que da mucho que pensar sobre el funcionamiento de los pesos y contrapesos norteamericanos– toca volver la mirada hacia los problemas de nuestra democracia local-.
Que tampoco son pequeños, aunque podamos consolarnos pensando que estamos todavía lejos de un caudillismo populista que desprecia los límites al poder, carga contra los jueces a los que nadie ha elegido y que gobierna rodeado de un grupo de aduladores serviles y sin contar demasiado con el Congreso de la República.
Quería detenerme precisamente en este último punto, a propósito de legislar por decreto–ley: también se ha convertido en la «nueva normalidad», por utilizar la recordada frase de nuestro presidente del Senado Efraín Cepeda.
Una nueva normalidad, insistimos, contraria a la Constitución y a los principios básicos de una democracia. La razón última, como hemos dicho, es sencillamente la falta de una mayoría congresional suficiente: el partido liberal, conservador, cambio radical, centro democrático y otros grupos o movimientos significativo de ciudadanos, actúan como partidos de oposición frente a los miembros del Pacto Histórico, quien consiguió una mayoría para la investidura Presidencial de Petro–a un precio muy alto, como es bien sabido–, pero, ciertamente, no tiene nada parecido a una mayoría de legislatura, ni mucho menos un acuerdo digno de este nombre.
De ahí el sufrimiento constante, dentro y fuera del Congreso, para aprobar leyes o incluso decretos–leyes. Los ejercicios de contorsionismo político de este Gobierno son bien conocidos, y no es cuestión de enumerarlos otra vez aquí. Pero lo que sí es evidente es que la coalición negativa existente, que considera preferible un Gobierno débil y extorsionable de Gustavo Petro a una alternativa opositora con mayoría absoluta para negar iniciativas legislativas del gobierno, sencillamente no es suficiente alternativa para gobernar en el próximo periodo presidencial. O al menos para gobernar con el Congreso a su favor, que es lo que se supone que se hace en una democracia.
Recordemos que la legitimidad del Gobierno y la de su presidente se fundamentan precisamente en la confianza del Congreso: a nuestro presidente lo elegimos los ciudadanos directamente, pero sin contar con mayoría de su partido o de realizar coaliciones el Congreso que no le camina. Y si no tiene la confianza del Congreso para algo tan esencial como aprobar unas reformas esenciales en salud, educación, en aspectos laborales, tributarios, etc., durante una legislatura –porque esa es la pinta que tiene–, lo que hay que lograr que en las próximas elecciones el partido de gobierno logre alcanzar mayoría definitiva, de lo contrario será un periodo de ingobernabilidad.
Esta era la antigua normalidad: de hecho, así lo entendió el propio Gustavo Petro en 2021. La cultura política democrática asumía, correctamente, que el rechazo a unos proyectos de ley fundamentales para el gobierno suponía el rechazo al proyecto político del Gobierno, que tenía que sacar las conclusiones pertinentes. Y es lo que se hacía. Ya no. En la nueva normalidad, la pedestre realidad de que no hay mayoría suficiente para aprobar ninguna reforma, que provenga del Ejecutivo.
De entrada, con la inédita decisión –al menos, a nivel del Gobierno nacional– de no presentarlos durante dos años consecutivos para que no se constate o se visibilice esa falta de apoyos. Que no se enteren los ciudadanos de que este Gobierno no tiene mayoría. Pero sigue con declaraciones muy preocupantes desde el punto de vista del Estado democrático de derecho por parte de algunos representantes políticos.
Declaraciones que empiezan a recordar demasiado a las de un Trump o cualquier otro populista al uso. Recordemos algunas. Por ejemplo, afirmar que «habrá que gobernar por decreto–ley» –como si fuera una opción más, y no una excepción limitada constitucionalmente– o «habrá que gobernar sin el Congreso» –luego rectificada ante el pequeño escándalo mediático–, sin olvidar las asombrosas declaraciones del inefable ministro Armando Benedetti. “Hay un acuerdo tácito de los congresistas de oponerse a todo cambio que proponga el gobierno”
¿De verdad estamos tan lejos de Trump y de sus decretos ejecutivos y estados de excepción como nos gustaría creer? Como hemos apuntado, esta anomalía democrática no sólo afecta al Gobierno nacional. Hay varios gobernadores, especialmente aliados de los partidos de oposición, que se quejan de la falta de recursos que el Gobierno Nacional irriga a las entidades territoriales, especialmente las regalías.
El mal se extiende, como es previsible, puesto que el ejemplo del Gobierno Nacional en minoría es muy inspirador para otros gobiernos regionales en minoría, una vez que se ha roto el acuerdo entre el pacto histórico y otros partidos. Lo cierto es que el no traslado de recursos menoscaba los principios fundamentales de una democracia. Las triquiñuelas técnicas a las que se va a recurrir para hacerlo no son de recibo en un Estado democrático de derecho.
Gobernar sin el Congreso no puede ser una opción, al menos democrática. La actitud asumida por el Congreso entorpece el normal funcionamiento de la democracia, ya que no se discuten los proyectos de ley, solo se limitan a objetarlo y negarlos sin brindar ninguna explicación argumentativa para no aprobarlos, perjudicando consigo las aspiraciones del pueblo que anhela que los cambios sociales prometidos por el actual gobierno se cumplan.
JAIRO RAMOS ACEVEDO

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