Alfredo Molano Jimeno
Periodista - historiador
Tengo varios amigos, conocidos y personas muy cercanas que han entrado a trabajar al Gobierno. La mayoría lo han hecho con merecimientos y convicción de que se pueden realizar las transformaciones por las que tanto han luchado. Sin embargo, pocos han sido conscientes de que el primer cambio que han sufrido ha sido personal. De manera súbita pasaron a estar muy ocupados, a contestar esporádicamente el teléfono o a responder con sequedad los mensajes. Dándole vueltas y vueltas a esta transformación personal, casi alquímica de la materia, he concluido que se trata de una enfermedad viral en Colombia que se conoce como “el síndrome de la camioneta”.
Y es que pocas cosas trastocan tanto la personalidad como el acceso a una camioneta, más si es blindada. Una vez se accede a este aparato, su “beneficiario”, como le dicen a quien se la “asignan”, deja de mirar al piso, su mentón se inclina ligeramente hacia el horizonte y adquiere una corpulencia hasta el momento desconocida. Esta posición se deja ver de manera muy particular en el momento en que se apresta a descender del vehículo. Lo hace con un ademán que incluye una mirada con la que discretamente revisa quién se dio cuenta de su llegada, seguida por una señal al conductor o escolta para advertirle dónde se encontrará sentado.
En Colombia, el culto a los carros y en especial a las camionetas ha hecho carrera en todas las clases sociales. Una buena amiga sostiene que la única revolución que en el país ha triunfado es la del narcotráfico. No solo porque logró ser sostén fundamental de la economía, sino porque trastocó todos los aspectos de la sociedad: la cultura, las relaciones de poder, la estética y hasta llegó a poner presidente.
De las narcoburbujas de Pablo Escobar en los años 80 y 90 nunca logramos salir, hoy son las Prado, las codiciadas TX que escasearon en medio de la pandemia o las lujosas Land Cruiser. Estos modelos de camionetas reinan en Bogotá, Valledupar y Medellín, y sus precios van desde $300 millones hasta $500 millones. Aun así, el costo de estos vehículos no los hace exclusivos de un segmento social. A ellos aspiran líderes sociales de cualquier región apartada, periodistas por pequeño que sea el medio para el que trabajan, uniformados desde soldados y patrulleros hasta generales, políticos y grandes empresarios. Todos, ricos y pobres, quieren sentir el poder del 4x4, la potencia de la máquina que les permite pasar por encima de cualquiera en unos pocos segundos y con varios centímetros de más.
Andar en estos aparatos los protege de buses y taxis, que no se les atraviesan porque quién sabe quién va allí; es la cura contra los policías que no se atreven a parar a quien conduzca porque en su mayoría son escoltas o “gente de bien” con los papeles en regla. A estas camionetas tampoco se les acercan mucho los desvalijadores, no vaya y sea que el dueño sea un duro “que los ponga a perder”. En el fondo, la Toyota es el símbolo nacional por excelencia, allí se ven representados desde los campesinos que sueñan con una de esas para llegar a sus inexigibles parcelas, hasta los grandes dirigentes que manejan mejor el país si tienen una en el garaje. En el conflicto armado dejaron impronta al ser conocidas como “la última lágrima”, haciendo referencia a que quienes subían allí nunca volvían.
Bien elegido les quedó a los publicistas el eslogan “Toyota, nada le pasa”, pues en Colombia constituye una patente de corso para pasar por encima del que sea. Es el sello del “usted no sabe quién soy yo” y la perfecta muestra es encontrarlas parqueadas por docenas y haciendo trancones kilométricos en plena circunvalar con calle 70 a la espera de que los niños del doctor salgan de estudiar. Lo más triste es que el principal combustible de estos aparatos se termina pagando con los recursos públicos de todos los colombianos.
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