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El falso civilismo de la paz

Por Rubén Darío Valencia

Periodista - escritor


En el 2016, luego del ampuloso acto de firma del Acuerdo de Paz entre las Farc y el Gobierno de Juan Manuel Santos en el Teatro Colón de Bogotá, un periodista exaltado se quejaba porque el pueblo colombiano, inconsciente y mezquino, decía, no salía a las calles a vitorear el acto con banderas y cánticos de alabanza, como recibieron los ciudadanos liberados del azote nazi a las tropas aliadas.

El problema de entonces, y de ahora, que el ofuscado periodista no podía ver en medio de su reclamo a la apatía nacional, era que no había una victoria común qué celebrar con aspavientos, salvo la de los compromisarios, de un lado los casi derrotados guerreros contra el Estado, y del otro la claudicación de este bajo la triste hipótesis de que tampoco les había ganado. 

En suma, se firmó un empate, tablas, de un conflicto que dejó decenas de miles de muertos, desterrados, heridos, minusválidos, huérfanos, viudas y desposeídos, cuyas tumbas y destinos no fueron más que un precio que pagaron solo ellos para que todos ganaran perdiendo.

Lo de los aliados, para regresar al comienzo, por el contrario, fue una victoria legitima sobre una fuerza opresora que invadió países, quemó ciudades y asesinó millones de personas en un Holocausto infame. Y fue una victoria porque aun sacrificando nuevas vidas (la de sus soldados), los estados libres prefirieron la muerte digna a una indigna que perpetuara la sinrazón de abolir la ley, el orden y la justicia. La paz, pues, necesitaba de esta trinidad fundamental para la supervivencia de la especie.

Este hecho del pasado me trae al presente (el que no conoce su pasado lo repite) para reflexionar sobre la incapacidad que tenemos hoy para alcanzar la tan manida, publicitada e ideológica paz que hoy perseguimos sin descanso. Ya no tenemos una guerra con los nazis, pero tenemos una heredad de la lucha contra ellos: la paz es un imperativo de los pueblos modernos, un mandato constitucional en muchos países occidentales y un activo humano establecido en la reunión de naciones de la ONU.

El problema está en la forma como queremos alcanzarla, dejando atrás el presupuesto trinitario que la hace posible, real, general, duradera y resistente a los enemigos que, precisamente, la invocan como arma de guerra. Y para ello los Estados libres deben tener leyes fuertes, tribunales idóneos y Gobiernos honestos, que entiendan que la paz nace de la justicia y no al revés. Porque una paz que aplace la justicia solo es para los victimarios, y no puede concebirse como un logro social, militar o políticos, porque no tiene nobleza ni honor, sólo réditos políticos de mediano plazo. La paz política es vanidad, la paz con justicia es ética y moral.

Cuando la paz nace de la justicia, las víctimas ganan legítimamente y es posible el perdón, la reconciliación basada en un acuerdo de reparación y de no repetición porque son las víctimas realmente el centro de la redención, las que, al final, triunfan sobre los guerreros. Hay ‘hombres de paz’ perseguidos por la justicia, mientras que hay quienes buscan la justicia que les robó la paz.

En Colombia estamos incurriendo en el falso civilismo de la paz. La pregonamos como un bien superior autónomo, surgido de acuerdos entre partes (guerrillas y Gobierno, paras y Gobierno, narcos y Gobierno, delincuentes comunes y Gobierno), sin que la sociedad civil se sienta representada, defendida, reparada por ninguna. Por el contrario, las víctimas (la mayoría gente pobre, humilde y sin esperanza) son un activo ideológico que han usado con perversidad a lo largo de estos años de armisticios y acuerdos entre combatientes: el que no perdona es enemigo de la paz les dicen. Y se les ha inculcado de tal manera esta narrativa perversa que hoy, incluso, abogan por sus verdugos en los tribunales y en los espacios de discusión política a donde solo los llevan para que avalen el olvido oficial de su propia tragedia.
Es también un falso civilismo creer que el uso de la fuerza del Estado no es legítimo para sostener la ley, el orden y la justicia del país. No es cierto que no podamos ganarles a los malos, lo que pasa es que nos hemos rendido como sociedad a usar las armas que ellas nos otorgan. En ese falso civilismo, que nos hace creer en la bondad humana de quienes no creen en ella, hemos privilegiado la transacción política e ideológica entre unos, pero sin cumplir el pacto de todos: la preservación de la ley, el orden y la justicia que nos hace iguales y nos da seguridad.

Por eso Petro y todos cuantos han insistido en ese camino fracasa en el largo plazo, porque ninguna paz es sostenible si el que gana es el victimario y no la víctima, si el que termina preso es el defensor y no el atacante, y si el que pregona la paz es un guerrero que no perdona.


Rubén Darío Valencia

Periodista - escritor


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