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De la protesta y otros derechos


Por Rubén Darío Valencia

Periodista - ex director del Qhubo



Sobre las cenizas ensangrentadas del paro armado en el Chocó, que venía después de la toma 140 de la Vía Panamericana en el Cauca este año, nos llegó el paro camionero que acaba de terminar, pero ya nos anuncian marchas reivindicatorias, de apoyo político y otras hierbas varias que nos harán de nuevo la vida chiquita en las ciudades, cada vez más caóticas e intransitables. 

Cómo estará la cosa de aburridora ya, que el propio Presidente de la República, Gustavo Petro, quien durante años lideró, animó, impulsó, patrocinó y usó la llamada ‘protesta social’ como arma política, ideológica y electoral, que la de los camioneros le pareció que violaba los derechos humanos y afectaba gravemente la economía del país. Tanto, que amenazó con Fiscalía a los líderes transportistas.

El tema de los bloqueos de las carreteras, de las vías y por ende de ciudades enteras, con sus consecuentes afectaciones económicas, sociales y derechos fundamentales a la vida (casi siempre hay muertos inocentes en estos movimientos), a la educación (miles de niños sin clases durante días, semanas o meses), a la salud (personas, sobre todo de la tercera edad muriendo sin sus tratamientos) y a la autonomía alimentaria, hacen que este tipo de acciones comiencen a ser miradas con otro tipo de ojos.

Conciliar el derecho a la protesta con el derecho a la movilidad, al trabajo y a la seguridad en un país como Colombia, caracterizado por una historia de movilizaciones sociales y bloqueos de vías, es un desafío complejo. Los actores principales en estas protestas incluyen, como generadores reiterativos, maestros, estudiantes, indígenas, transportadores y taxistas, quienes buscan visibilizar sus demandas en un país marcado no solo por profundas desigualdades socioeconómicas y políticas, sino por una clase dirigente viciada por los intereses corruptos y una enorme debilidad institucional de la justicia que impida que derechos gremiales se impongan sobre los de una comunidad inerme y asediada. 

La pregunta central es cómo garantizar que ambos derechos, el de protestar y el de no ser afectado por las protestas, puedan coexistir en un mundo que necesita estar hiperconectado.

Colombia ha sido escenario de numerosas protestas a lo largo de su historia reciente. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ), en 2021, durante el estallido social, se registraron más de 15.000 eventos de protesta en el país, muchos de los cuales incluyeron bloqueos de vías principales y afectaron a millones de personas. 

En un país donde, según el Banco Mundial, más del 42% de la población vivía en la pobreza en 2020, las protestas son a menudo vistas como una de las pocas vías para que los sectores más vulnerables expresen sus demandas y busquen cambios estructurales. Sin embargo, estas manifestaciones, muchas de las cuales también son movimientos ideologizados e instrumentalizados por intereses políticos,  a menudo colisionan con los derechos de aquellos que no participan en ellas, particularmente en lo que respecta a la movilidad, el acceso al trabajo y la seguridad.

Aunque el derecho a la protesta está consagrado en la Constitución Política de Colombia, que en su artículo 37 garantiza el derecho de reunión y manifestación pública y pacífica, este no es absoluto y debe equilibrarse con otros derechos fundamentales, como el derecho al trabajo y a la movilidad, también protegidos por la Constitución.

La Corte Constitucional ha abordado este dilema en varias sentencias, destacando la necesidad de encontrar un equilibrio que permita la expresión de las demandas sociales sin causar un perjuicio desproporcionado a la sociedad en general. En la sentencia T-606 de 2018, la Corte subrayó que “el derecho a la protesta debe ejercerse de manera que no vulnere los derechos de terceros” y que “el uso de la fuerza para dispersar protestas debe ser proporcional y solo en circunstancias excepcionales”.
Pero es en este punto de la proporcionalidad y excepcionalidad que la Corte no resuelve taxativamente en el que los gobiernos se enredan. ¿Cuándo es excepcional la circunstancia de la toma reiterada y muchas veces injustificada de la Panamericana, por razones como la falta de un maestro o el incumplimiento de un acuerdo que debe esperar estudios y debates? ¿Es desproporcionado usar la fuerza pública legítima, sin letalidad, para despejar la vía cuando, tres días después, los protestantes no quieren negociar mientras la economía se derrumba y los enfermos se mueren?
Aunque la conciliación, a través de mesas de diálogo y la concertación previa (antes de que se inicien las protestas) parece reinar en el mundo como mecanismos para defender los derechos, deberían establecerse también responsabilidades políticas, sociales y penales con los líderes de los movimientos sociales y las autoridades para establecer límites razonables a la protesta, aún si esta no culmina en una mesa de diálogo. Es decir, después de tres días de bloqueo de una vía, los protestantes deben despejar y asumir que los fines de la misma, la negociación y la mesa de diálogo, ya se cumplieron y por ello deben continuar sin esta medida extrema.

Hay otras soluciones que deben estudiarse, pero el país no puede seguir en la zozobra, de paro en paro, de bloqueo en bloqueo, de marcha en marcha, de toma en toma, porque no solo se hace inviable el país sino también derechos fundamentales que la ‘protesta social’ se pasa por la faja en una inexistente jerarquía que la hace superior.

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