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Petro, el presidente al que no le gusta ser presidente


Por Rubén Darío Valencia

Periodista - escritor



La trayectoria política de Gustavo Petro está cimentada, sin duda, en su brillante trabajo como senador opositor a los gobiernos de su generación, especialmente feroz con el proyecto político de su némesis Álvaro Uribe Vélez, a cuyos aliados logró, literalmente, meter a la cárcel con sus investigaciones profundas, y también ideológicas, alrededor del paramilitarismo.

Lo recordamos por sus atributos: inteligencia estratégica, verbo encendido y una profunda fe en sus idearios que lo llevaron a destacarse entre todos los líderes de izquierda del país, sin sombra alguna. Sus presupuestos discursivos, invariablemente, recurren (aún hoy), a la cifra clave agrandada; a la cita emocional de sus lecturas más íntimas, llenas de mitos fundacionales, de extremos heroicos; a los estudios macroeconómicos que suponen una economía sin mercado y a los cuales les faltan pruebas ácidas, pero a los que les cree a pie juntillas; en fin, a sus credos decimonónicos que perturban sus sueños y lo hacen, necesariamente, un mesías, un tribuno destinado a encender el fuego sagrado de la revolución final.

Ese es Gustavo Petro senador, al que, incluso los que no votamos por él, extrañamos, porque seguro que no habría aprobado nunca la Reforma Tributaria, gravosa y regresiva, que nos metió el primer año, ni la Reforma Pensional, a la cual habría atacado por la misma razón que hoy la defiende: no hay plata para sufragarla; ni habría acompañado su propia apuesta de Paz Total, como no lo hizo con el proceso de los paras, porque no pagarían cárcel y recibirían impunidad.

Con todo, su estado natural, y que le va como anillo al dedo, es esa, la de parlamentario opositor, porque no hay deberes que cumplir, no hay reglas que guardar ni compromisos que honrar ni dinero qué cuidar. Solo exigir caminos, cuestionar métodos y señalar responsables y luego irse a casa, con la paz del que solo ve los toros desde la barrera.

Verlo sentado de forma desangelada, visiblemente aburrido, inconvenientemente vestido para el Desfile Militar del 4 de Julio en Bogotá (dos piezas de lino blanco arrugadas y botas de campaña), nos muestran al Gustavo Petro presidente, su propio antípoda. Su tremenda apatía a los actos solemnes, su desgano por los compromisos institucionales lo tienen rompiendo récords de inasistencias y de desplantes a compromisos incluso internacionales claves, llegando tarde, con horas de retraso, a eventos en los que él mismo es el invitado especial.

Como dijo el representante a la Cámara Daniel Carvalho en su intervención durante la instalación del Congreso el mismo domingo, Petro les llega tarde a las víctimas, a los líderes afro, a los jueces, a los líderes del Cauca, al Ejército Nacional, a los líderes internacionales, a los maestros, a los consejos de Gobierno, a los ministros. Su inocultable pereza al acto de gobernar sólo se rompe cuando se viste de senador: dedica horas enteras a tuitear sobre Gaza, sobre el calentamiento global, las etnias cósmicas, el nazismo, ese extraño fantasma que ahora vive en él. Lejos, eso sí, de la realidad de Colombia. Esas son sus aguas.

Por eso no le gustan ni el Congreso, ni las Cortes, ni los medios de comunicación, ni el Banco de la República, ni los foros académicos y sectoriales porque lo obligan a madrugar (dicen que se levanta a las 9 de la mañana), a dar cifras reales, a dar conceptos respetuosos y técnicos, a decir verdades, no mentiras mitológicas y funcionales.

Su naturaleza sibarita lo lleva a la peligrosa tendencia de ‘irse’ de la realidad, de confundir las cosas, los nombres, las fechas, y a privilegiar la contemplación narcisista y la elucubración filosófica. Por ello disfruta el sibaritismo intelectual, la social bacanería que dan los honores presidenciales: aviones privados, caravanas monumentales, séquitos carnavalescos, idolatrías burocráticas.

Por eso desprecia las formas oficiales, los rigores militares, la doctrina de sotanas, los horarios, los cronogramas, porque exigen disciplina, ciencia y no especulación. Una fotografía fiel de esta reflexión: Prefiere los paseos románticos por el casco antiguo de Ciudad de Panamá, en una tierna huida, a la asistencia oficial de un acto donde se distinguía al recién electo Presidente de Panamá, motivo central de su visita de Estado al país vecino.

Gustavo Petro ha sido necesario para la política colombiana. Su devenir de eterno opositor nos ha ayudado a construir consensos, a descubrir nuevas miradas, a reconocer posturas, a incluirlas. Y también ha puesto a prueba nuestras instituciones, pues las ha retado y estas han permanecido, hasta ahora. Pero también es claro que Petro nos ha demostrado que es un Presidente al que no le gusta ser Presidente.

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