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Medios rolos cuestionan la importancia de la COP16 y las autoridades responden


Por Rubén Darío Valencia

Periodista - ex director Qhubo


No hay duda de que el Presidente Gustavo Petro es un hombre profundamente ideológico, correligionario irrestricto del progresismo mundial, y así gobierna. Y así habla. La Casa de Nariño no es más que su trinchera y escenarios como la ONU su balcón desde donde le grita al mundo sus iniquidades, pronostica tempestades sociales, insurrecciones naturales y el cataclismo mundial que veremos cuando el sol se apague. Y nos lo dice desde la majestad de su nuevo cargo: “presidente del corazón de la tierra”.

Lo grave de este asunto es que no maneja las relaciones internacionales desde una perspectiva institucional sino desde una postura personal. Por eso su discurso florido, lleno de descalificaciones y referencias históricas equívocas.

Recientemente el Presidente se metió en una profundidad teológica que, seguro, él mismo no conoce, frente a la reputada diplomática norteamericana Débora Lipstadt, delegada para el Monitoreo y la Lucha contra el Antisemitismo, a la que le espetó que “los palestinos también son semitas de acuerdo con la Biblia”. 

No quiero defender o justificar la guerra en el Medio Oriente, pues todas las guerras son terribles y brutales, pero me animo a intentar explicar, corriendo todos los riesgos posibles, el asunto que se expuso con la simiente. 

En realidad, más allá del conflicto político actual y los intereses militares de ambas partes, los pueblos árabe y hebreo (o israelitas), sí tienen un origen común, una simiente compartida en el padre Abraham. 

En el libro del Génesis se cuenta que Abraham, descendiente de Sem, hijo de Noé, tuvo dos hijos: Ismael, de su sierva egipcia Agar, e Isaac, de su esposa Sara. Según la narración bíblica, los judíos descienden de Isaac, mientras que los árabes descienden de Ismael, quien en el islam es visto como el antepasado de los árabes, mientras que los judíos reconocen su linaje a través de Isaac. Ambos son semitas, pero la promesa de la tierra de Canaán (y esto es clave para entender el origen del conflicto actual), solo fue dada a Isaac y a su progenie.

Los actuales palestinos reclaman esa tierra prometida a Isaac basados en el hecho de que ellos son descendientes de los filisteos (que traduce invasores) habitantes de la antigua Canaán. Entonces, es necesario aclarar dos asuntos claves:

Primero: los filisteos (llamados después en lengua latina palestinos), no son de esa misma simiente, es decir, no son ni árabes ni judíos sino cananeos, por eso su demanda contenciosa por la tierra de Israel apoyada en lazos de descendencia semítica (como lo afirma el Presidente) no tiene piso. Ellos descienden de Cam, no de Sem. Los filisteos (palestinos) eran una pequeña tribu que nunca ocupó tierra más allá de Gaza y que tampoco nunca llegaron a Jerusalén (aunque ahora quieren reclamarla).

Segundo: Canaán también era habitada en esos tiempos (¿Edad de Hierro?) por otros pueblos: hititas, gergeseos, amorreos, cananeos, ferezeos, heveos y jebuseos, conquistados primero por el hebreo Josué para fundar el antiguo Eretz Israel (la Tierra de Israel) entre el 1400 y el 1370 antes de Cristo. Y luego por las grandes potencias antiguas que prácticamente borraron, sometieron y redujeron a la insignificancia a todas esas tribus, incluida la de los filisteos. 

Ni Alejandro Magno ni los imperios helénico, otomano y romano, que ocuparon esa zona uno tras otro, encontraron vestigios de ellos. Ni los asirios, persas, macedonios, ptolemaicos, seleúcidas ni otras fuentes griegas hablan de un pueblo palestino. Ni siquiera los romanos, que inventaron el término, y que no identificaron a un solo líder palestino que se les enfrentara por la invasión, como sí lo hicieron los judíos. Ni siquiera el Corán, que habla, como en la Biblia, de la Tierra Prometida.

También los judíos debieron huir del gran reino de Judá, de Jerusalén, pero, al contrario de los cananeos, jamás fueron borrados, su identidad étnica y cultural permaneció intacta pese a la diáspora. Cuando el Israel moderno llegó a esas tierras, en 1948, no había nadie allí, era un desierto implacable que ellos lograron convertir en un paraíso para vivir, y fue entonces cuando los palestinos de hoy, en su mayoría jordanos, islamizados y hermanados como árabes, y atraídos por las fuentes de trabajo, comenzaron a reclamar.

El gran escritor estadounidense Mark Twain lo describió dramáticamente en su libro ‘The Innocents Abroad’ (‘Los inocentes en el extranjero’), cuando en 1867 (poco menos de 80 años antes de la llegada de los judíos) visitó el desierto de Canaán donde hoy se levanta Israel: “No existe una solitaria villa en treinta millas alrededor, se puede viajar por 10 millas y no ver más de diez seres humanos. Nazareth está abandonada, Jericó es una ruina desolada, Belén y Betania, en su pobreza y humillación, desprovista de la presencia de criaturas vivientes. Un país desolado, una expansión silenciosa, doliente, no vimos un solo ser humano en toda la ruta. Apenas un árbol o un arbusto achaparrado de vez en cuando. Hasta el olivo y el cactus, amigos de los suelos áridos, han casi desertado del país. Palestina está sentada en cilicio y cenizas, desolada y sin atractivos”.

La pregunta es: ¿dónde estaban los palestinos?

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