Por Rubén Darío Valencia
Periodista - ex director del Qhubo
Por las evidencias, cada vez más catastróficas que nos muestran los millones de videos que circulan por las redes, las advertencias, cada vez más apocalípticas, de los expertos; de los estudios científicos, cada vez más aterradores, y de los llamados que nos hace la misma naturaleza desde su silente grito de auxilio, no hay duda de que el mundo va camino a la autodestrucción.
En los últimos años se han estado registrados hechos y datos históricos en torno al comportamiento del clima: calores intensos y mortales que han hecho saltar los termómetros a escalas nunca vistas, sequías inesperadas y tormentas bíblicas cuando se esperaban vientos, y huracanes ciclónicos cada vez más poderosos y temibles.
Los expertos denuncian la tala vertiginosa de las selvas, el agotamiento inexorable de los ríos, la insalubridad del aire, la desaparición irreparable de especies y los movimientos humanos, ahora llamados víctimas climáticas, hacia el norte global en busca de agua, comida y sombra. Y nos gritan desde sus púlpitos académicos, políticos y corporativos que ya se nos acaba el tiempo para reparar una naturaleza profundamente herida.
Al calor de esta algarabía medioambiental que se tomó la agenda del mundo, ya comenzó a proponerse, incluso, la necesidad como solución de un gobierno mundial capaz de controlar el caos, poner el orden en el galimatías de las naciones, libres y dispersas, en la necesidad de acciones conjuntas que permitan que las soluciones sean de todos y para todos.
Para que las 20 naciones del mundo responsables del 75% de los gases contaminantes que provocan el efecto invernadero que enloquece el clima, liderados por, en su orden, China (28%), Estados Unidos (25%) y la Unión Europea (8%), cumplan lo que consagran las leyes medioambientales concertadas en Naciones Unidas, a través de las COP (en Cali tendremos una), y de todos los foros y estudios aceptados por los gobiernos.
Mauricio Villegas, columnista y doctor en Ciencia Política, hizo para la revista Cambio una reflexión en este sentido, resaltando la importancia de que “los Estados actúen unidos, como una sola democracia, para enfrentar problemas como el cambio climático, antes de que sea tarde”.
Tiene sentido, además, porque está profetizado en las Sagradas Escrituras que así pasará en los últimos días del sistema. Ya hay leyes de alcance internacional para proteger los bosques, los ríos, la distribución del agua, los mares y las especies animales. Pero, hasta ahora, sólo los países generalmente más pobres son conminados a cumplirlas y obligados a recibir dádivas económicas para que los países ricos puedan seguir produciendo los bienes de consumo, la riqueza y de paso satisfacer la ambición y la vanidad de sus sociedades.
Y es aquí donde empata el mensaje de esta columna: Dios es el creador del mundo (los cielos, los mares, la tierra, los animales, el clima, los vientos, las leyes físicas y, claro, al Hombre, el pináculo de su obra, un ser moral con inteligencia, ciencia y capaz de reconocer su existencia y relacionarse de tú a tú con otros. Y a quien le dio la tarea no solo de poblar la tierra sino de cuidarla dando gloria al Creador, no a lo creado, mandatos que, está claro, hemos incumplido con las consecuencias catastróficas que estamos viviendo.
Todos los discursos de la destrucción, las profecías jupiterinas y las soluciones urgentes sacan esta verdad del presupuesto, clave para el verdadero cambio que le sirve a la naturaleza: el de la conciencia del hombre.
Si todos pudiéramos comprender, y aceptar, que esta, la conciencia, no está construida sobre valores materiales ni científicos (¿cuál es la fórmula matemática del amor? ¿cuál es la composición química de la bondad? ¿de qué material está hecha la misericordia?), sino de normas morales trascendentes, espirituales (¿dónde se fabrican los espíritus?), que nos fueron dados en semejanza a la naturaleza de Dios, no necesitaríamos la ley para actuar.
Si todo hombre aceptara el Evangelio central de Jesús: ama a Dios sobre todas las cosas (al Creador del mundo), y a tu prójimo como a ti mismo, respetaríamos la naturaleza de conciencia, aún en el más oscuro y apartado lugar donde estemos. Porque usaríamos lo justo para vivir, porque no dañaríamos el agua que otro ha de beber, ni cortaríamos de más el árbol que a otro dará sombra, ni salaríamos, como en las guerras jónicas, el suelo para que otros no siembren. Y el industrial devolvería lo explotado con un cargo del 20% adicional como recompensa a lo que le fue dado, y el comerciante no vendería más allá de lo justo para no hacer caminos sin regreso.
Amaríamos cada ave, cada insecto, cada animal que nos sirve, nos protege, nos ayuda y nos alimenta, cuidando que su especie no se extinga. Teniendo, en fin, conciencia trascendente, una moral cristiana (nadie se inventó esos valores sino Dios) que no nos obligue a hacer lo correcto, porque el hombre sin moral solo lo hará si les sirve a sus propósitos, sino que lo vivamos conscientemente, libres de la ley, en la fe inquebrantable de que después de la muerte el hombre y la naturaleza tendrán vida eterna.
Periodista - ex director del Qhubo
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