EL LEVIATÁN TECNOLÓGICO
- Redacción

- 23 nov
- 3 Min. de lectura
Por Pedro Luis Barco Díaz, Caronte.

La Cuarta Revolución Industrial no es una evolución más de la
automatización: es una transformación radical que reconfigura el trabajo humano y plantea preguntas urgentes sobre el futuro colectivo. La inteligencia artificial y la
robotización no solo alteran cómo producimos, también determinan quién se beneficia y quién queda al margen,
reescriben quién manda, quién cobra y quién queda mirando desde la acera digital.
Este nuevo ciclo ha intensificado la confrontación entre dos modelos económicos: el capitalismo neoliberal estadounidense, inspirado en Milton Friedman, pero hoy actualizado con el repliegue proteccionista arancelario; frente
al socialismo de mercado chino, formulado por Deng Xiaoping
y adaptado con firmeza en la era Xi Jinping.
China, con su planificación estatal, imperativa y centralizada,
busca preservar el empleo y la estabilidad social. El Estado
mantiene el control sobre sectores estratégicos, utilizando el
mercado como herramienta, no como fin. Aunque esta
fórmula genera tensiones entre eficiencia y libertad, lo cierto
es que permite una redistribución más humana, solidaria y
predecible.
En China, el Estado -dueño y promotor de la tecnología-
podrá capturar una porción aún mayor de la riqueza generada
por la automatización. Un trabajador reemplazado por un
robot de una empresa estatal no genera una utilidad privada,
sino un ingreso público. Esto fortalece la capacidad del Estado
para, en teoría, implementar programas de renta básica o
recapacitación masiva; aunque, en la práctica, permite
controlar al ciudadano, puntuar su comportamiento y venderlo
como protección.
Estados Unidos, por su parte, sigue confiando en el mercado
como motor principal, aun cuando la concentración de riqueza
crece y la clase media carga con el grueso de la presión fiscal.
La robotización favorece a quienes controlan el capital
tecnológico. Sin reformas fiscales ni laborales, el riesgo es
evidente: menos empleos, más ganancias para unos pocos.
En EE.UU., la ausencia de una estrategia nacional para
gestionar esta transición deja a millones sin red de
protección. El sufrimiento se vuelve individual, se medicaliza
(fentaniliza) y se convierte en caldo de cultivo para el
resentimiento político.
La diferencia entre ambos modelos no es solo económica, sino
profundamente política. China orienta la tecnología hacia
objetivos colectivos (léase: estabilidad y control); EE.UU.
EE.UU. la deja correr, como quien suelta un pitbull en un
parque infantil. Privilegia la acumulación privada, con escasa
redistribución. La inteligencia artificial no corrige esta
asimetría: la amplifica con precisión escalofriante.
Y mientras tanto, los superricos no son anomalías: son el
resultado lógico de un sistema que premia la especulación y
castiga el trabajo. Las ganancias empresariales se destinan a
recompras de acciones y dividendos, no a salarios ni a
inversiones sociales. El sistema fiscal premia a quienes viven
del capital y castiga a quienes viven del sudor. El Leviatán
tecnológico no es nuevo: es el viejo capital con esteroides
digitales y sonrisa de tiburón financiero.
La gran pregunta es si las sociedades tendrán la voluntad
política y ética de orientar el poder tecnológico hacia el bien
común. China lo intenta con planificación y control. EE.UU. lo
posterga con discursos sobre libertad y emprendimiento. Y
mientras tanto, el algoritmo sigue entrenando.
¿Hay señales de cambio? Tal vez. El ascenso de figuras
socialistas en ciudades como Nueva York -algo que hace una
década habría parecido una excentricidad de café
universitario- podría marcar una inflexión. No por convicción
ideológica, sino por necesidad estructural. Cuando el mercado
ya no garantiza cohesión ni dignidad, hasta los profetas del
libre comercio empiezan a mirar con nostalgia los manuales
de planificación estatal.
No se trata de imitar el modelo chino, sino de reconocer que
el mercado, por sí solo, no basta. La paradoja es elocuente: el
país que exportó el evangelio del libre mercado podría
terminar importando -por urgencia, no por fe- una versión
adaptada del socialismo de planificación.
Y si así fuera, no sería por amor al pueblo, sino








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